Más poderoso que el martillo de Thor
Veintiuno
Por mucho que las ventajas de la fotografía digital hayan acabado por convencerme frente a las de la analógica, como buen hijo del amado siglo XX, soy más analógico que digital. Así, cuando no me basta con tener la certeza de que el curso del tiempo, que por fortuna pone fin a todo, también ha de acabar con estos nefastos días del tercer milenio, que por desgracia nos han tocado en suerte, busco entre los recuerdos de mi centuria analogías para aguantar el tirón.
Es entonces cuando evoco por sistema a un amigo entrañable al que nunca volví a ver. No recuerdo ni su nombre ni su cara. Pero sí la dignidad de su tristeza, pesadumbre que yo ya prefería al buen humor. En las horas de desaliento, su ejemplo ante aún me hace crecer.
Fue uno de aquellos niños que se asomaban a fugazmente a un verano de mi infancia. Entró en el pequeño reino afortunado de mi niñez jugando en un descampado que había detrás de mi casa, donde hoy se extiende un garaje. Simpaticé con él porque no tenía padre -como yo-, porque su madre era acomodadora en un cine y su casa -eso lo comprendí mucho después-, como las que nos muestran las cintas de Frank Capra. La gran pantalla ya era mi dogma de fe.
Nos cambiábamos tebeos: Tiovivo, Pulgarcito, DDT, Din Dan, Trueno color, Jabato color... Maravillas de la prensa infantil y juvenil de ese amado siglo XX. Fue aquel amigo quien me descubrió el universo Marvel, dejándome sus aventuras de Los Cuatro Fantásticos y otros superhéroes de Stan Lee. A cambio, yo le prestaba mis Hazañas bélicas, del nunca bien ponderado Boixcar.
Hubo una ocasión, la que evoco ahora de forma recurrente, en que mi amigo me dio algo más poderoso que el martillo de Thor. Aquel día me ofrecía una aventura de este personaje. Era, como todas las entregas de la Marvel, uno de los primeros cómic book -que no álbumes- llegados a Madrid. Hablamos del año 67 o 68. En cualquier caso, yo no tenía nada para el trueque de idéntico valor. Mi amigo me insistió en que me llevara aquella historieta aunque no tuviera nada para corresponderle. Esa noche él no iba a leer: en su casa les habían cortado la luz.
"No hemos podido pagarla" me dijo con una madurez que entonces me descolocó. Las penurias -la adversidad en general- quedaban tan lejanas de mi dichosa infancia que me parecían una ficción. Atisbe en aquella confesión, bien es cierto, algo infinitamente más elevado que la actitud de quienes presumían del coche y del empleo de su padre. Pero no lo comprendí. De hecho, no acabé de hacerlo hasta muchos años después de mi feliz niñez y de que a él, a su madre y a su hermana les desahuciaran de su piso sin luz.
Fue asistiendo por primera vez a la proyección de Adiós muchachos (1987), de Louis Malle. En esa secuencia en la que Jean Bonnet (Raphael Fejtö) le regala sus libros a Julien Quentin (Garpard Manesse) y se dispone a ir al campo de exterminio. No había vuelto a pensar en mi amigo de los cómics books hasta verle reflejado en aquella despedida. Al punto comprendí que lo que me regaló en aquel gesto sublime no fue la aventura de Thor. Fue esa dignidad de la derrota, que la victoria no conoce, de la que nos habla Borges.
Y es ahora, cuarenta y seis o cuarenta y siete años después, cuando el banco me devuelve los recibos; cuando sé que esperan que pague y no puedo. Es ahora, buscando entre los nuevos desastres una analogía en mi amado siglo XX para aguantar el tirón, cuando el gesto de mi amigo regresa a mí para infundirme su ejemplo. Aunque era un niño fue todo un camarada en la lucha por la vida. Algo más poderoso que el martillo de Thor.
Publicado el 29 de octubre de 2012 a las 01:30.